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| Psicológicamente hablando, todos los seres humanos somos raros en algún sentido. Esto se debe a que todos, básicamente, somos distintos unos de otros. |
Norma, subjetividad y malestar psíquico
La noción de comportamiento anormal ha sido objeto de debate en psicología, filosofía y medicina desde hace siglos. ¿Qué hace que una conducta se considere anormal? ¿Su rareza estadística, su impacto funcional, su valor moral? Este artículo propone una mirada crítica y reflexiva sobre el concepto, evitando simplificaciones diagnósticas y reconociendo la complejidad ética que implica nombrar el malestar.
¿Qué entendemos por comportamiento anormal?
Muchas veces nos preguntamos qué ocurre en la vida de alguien que atraviesa momentos de infelicidad y muestra conductas desorganizadas. El interés por comprender esas experiencias y por encontrar caminos que permitan aliviar las dificultades emocionales y conductuales es lo que da sentido a una rama específica de la psicología: la psicología anormal.
Desde una perspectiva estadística, un comportamiento se considera anormal cuando se presenta con baja frecuencia en la población. Por ejemplo, caminar sobre una cuerda floja mientras se monta una bicicleta o introducir espadas por la garganta sin daño físico son conductas inusuales, pero no necesariamente problemáticas. En estos casos, la rareza no implica disfunción.
Sin embargo, en psicología clínica, el término suele referirse a conductas que además de ser poco frecuentes, resultan inadecuadas para el contexto o generan malestar significativo. Es decir, se consideran conductas anormales cuando interfieren con el bienestar, la adaptación o el funcionamiento cotidiano de la persona. Es fundamental recordar que una persona con un trastorno mental no debe ser vista como alguien “malo” por definición, sino como alguien que simplemente es diferente.
La psicología anormal se ocupa de explorar la experiencia de sentirse diferente, las implicaciones que ello conlleva y la manera en que la sociedad responde ante quienes percibe como distintos. Ese abanico de diferencias es amplio: puede incluir desde delirios que alteran profundamente la realidad y generan una gran debilitación, hasta preocupaciones o rasgos de conducta que, aunque poco deseables, no llegan a afectar de forma significativa la vida cotidiana.
Subjetividad, cultura y diagnóstico
Todos los seres humanos somos únicos, y esa singularidad implica que, en algún sentido, todos somos “raros”. La diversidad individual es parte de la condición humana. Por eso, la clasificación científica no busca etiquetar, sino ofrecer herramientas para comprender y acompañar el malestar cuando aparece.
Según el National Institute of Mental Health, aproximadamente un 25% de la población estadounidense presenta algún tipo de trastorno mental en un momento dado. Este dato no implica que una cuarta parte de la población esté “enferma”, sino que existe una amplia variabilidad en la experiencia psíquica, y que el diagnóstico depende de múltiples factores, tales como la intensidad, la duración, el contexto y el grado de interferencia con la vida cotidiana.
Ansiedad y conciencia del malestar psicológico
Sentir ansiedad no es sinónimo de tener un trastorno. Todos hemos experimentado ansiedad en algún momento, y en muchos casos es una respuesta adaptativa. Lo que diferencia una emoción funcional de un problema clínico es su intensidad, persistencia y capacidad de interferir con nuestro bienestar.
Algunas personas consultan por síntomas leves o imaginarios; otras, en cambio, conviven con niveles elevados de ansiedad o depresión sin buscar ayuda, porque lo han normalizado. Esto muestra que la percepción del malestar es subjetiva y que no todos tenemos el mismo umbral para detectar o nombrar un problema psicológico.
Una persona, por tanto, puede tener distintos grados de conciencia sobre su enfermedad mental, que va desde una comprensión plena hasta una negación total. Esta conciencia es clave para su recuperación y adherencia al tratamiento.
La conciencia de enfermedad se refiere a la capacidad de una persona para reconocer que padece un trastorno mental, comprender su naturaleza, aceptar que necesita tratamiento y actuar en consecuencia.
Los especialistas suelen identificar distintos grados de conciencia en el afectado, entre ellos están:
Conciencia plena: la persona reconoce su diagnóstico, comprende sus síntomas y colabora activamente en el tratamiento.
Conciencia parcial: cuando la persona reconoce que algo no va bien, pero no acepta del todo el diagnóstico o lo atribuye a causas externas.
Ausencia de conciencia (anosognosia): cuando la persona niega tener un problema, incluso frente a evidencia clara. Es común en trastornos como la esquizofrenia o el trastorno bipolar.
¿Por qué cuesta reconocer el problema?
La falta de conciencia puede deberse a:
Alteraciones neurológicas que afectan la autopercepción.
Mecanismos de defensa como la negación, que protegen del impacto emocional.
Estigma social, que genera miedo a ser etiquetado.
Falta de educación emocional, que impide identificar síntomas y tomar decisiones.
Moral, cultura y relatividad
La moral también influye en la percepción del comportamiento anormal. Lo que se considera inapropiado en una cultura puede ser aceptado en otra. Incluso dentro de una misma sociedad, las normas varían entre familias, generaciones e individuos. Por eso, la moral no puede ser el único criterio clínico, aunque sí forma parte del contexto que moldea la experiencia del malestar.
¿Cuándo hablar de disfunción?
Más allá de la rareza o la moral, el comportamiento se considera clínicamente anormal cuando interfiere con el funcionamiento diario. Esto incluye pensamientos, emociones y conductas que dificultan la vida que la persona desea o que alguna vez logró sostener. Ejemplos comunes son:
Ansiedad persistente e incontrolable
Depresión que afecta el rendimiento laboral o social
Cambios de humor extremos o hábitos desadaptativos
En estos casos, se recomienda consultar con un profesional para explorar juntos las causas, significados y posibles estrategias de acompañamiento.
Conclusión
El comportamiento anormal no es una etiqueta fija, sino una construcción multidimensional que depende de la frecuencia, el contexto, el grado de malestar y la capacidad adaptativa. Nombrar el sufrimiento con cuidado, sin estigmatizar, es el primer paso para su apropiado tratamiento y solución.
Referencias
American Psychiatric Association. (2013). Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-5).
Widiger, T. A., & Samuel, D. B. (2005). Diagnostic categories or dimensions? A question for the Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders–Fifth Edition. Journal of Abnormal Psychology, 114(4), 494–504.
Horwitz, A. V. (2002). Creating Mental Illness. University of Chicago Press.
Frances, A. (2013). Saving Normal: An Insider’s Revolt Against Out-of-Control Psychiatric Diagnosis. HarperCollins.
