Cómo y por qué dejar de tenerse lástima

Unos creen saber qué hay de malo en sus vidas, otros, no tienen ni idea.

Muchos se quejan por sus desgracias en su vida, ya sea por tomar malas decisiones, por no creerse merecedores de nada, por haber enfrentado una precariedad o por no haber hecho nada al respecto. “Tuve que dejar la escuela para trabajar y mantener a mi hermano inválido...”, “tuve un accidente que me dejó ciego y por eso ya nadie me da empleo...”, “he envejecido y no tengo dinero para tratar mis problemas de salud...”, etc.

Las historias tristes pueden ser muy graves y desgarradoras por lo injusto de la situación. Pero la pregunta es: ¿debemos vivir el resto de nuestra vida en desgracia por un pasado desafortunado?

Una señal inequívoca que nos indica que estamos teniendo lástima por nosotros mismos es cuando empleamos términos como “no tengo” o “no puedo”, y se acusa que sucede por algo “ajeno a mis posibilidades o voluntad propia”. Es decir, algo sobre lo que yo declaro fehacientemente no tener control o que está fuera de mi alcance.

Existen otras señales, como hablar demasiado sobre nuestro problema. Esto implica que estamos pensando todo el tiempo en ello y buscamos simpatía de otros para ser aceptados “con nuestro defecto insuperable”. Y es que, a fin de cuentas, “nadie sabe por lo que he pasado”.

A lo largo de la vida, todos pasamos tarde o temprano por momentos indeseables, incluso espantosos, y muchos lo han pasado realmente mal, aunque al final han sobrevivido para contar la historia. Las tragedias existen todos los días, y la tristeza puede ser un síntoma común. También, puede que nos topemos con verdaderas víctimas de las circunstancias, es decir, personas que han adquirido una enfermedad terminal, que han perdido a un ser querido, un empleo muy significativo o incluso su casa y todas sus pertenencias. Estas circunstancias pueden dejar sin duda cicatrices imborrables en nuestras vidas. Por tanto, no se puede reprochar sentir de pronto un poco de lástima de sí mismos, ¿o sí?

Mucho va a depender de nuestra actitud ante el infortunio. ¿Cuál sería, por ej, su reacción ante alguien que todo el tiempo pasa quejándose de las circunstancias? Lo más probable es que la simpatía que busca esta persona poco a poco se agote. Ese es justamente el problema de la auto-compasión. Llega un punto en que resulta fastidiosa a los demás, y nadie parece querer hacerse cargo. Probablemente los parientes y amigos íntimos se mantengan fieles, pero será por puro deber y no por deseo propio. Los demás empezarán a evitar a esta persona quejosa, a fin de cuentas resulta deprimente hablar con él o ella, sin encontrar nunca ninguna solución real al problema.

Las personas pueden hartarse de consolar a quienes sienten lástima por sí mismos, y no es que carezcan de sentimientos, sino es consecuencia natural del sentimiento de frustración que tienen algunos en su incapacidad de ayudar. Es notable el hecho de que la auto-compasión es un callejón sin salida, o un camino a ningunaparte.

Atrapados en un sentimiento de auto-compasión tendemos a quedarnos quietos, redundando en los mismos problemas pero sin encontrar soluciones eficientes. Por cierto, no es una actitud práctica, sino neurótica, paralizante y autodestructiva. “Me pasa cualquier cosa, y yo no puedo hacer nada al respecto, soy víctima de las circunstancias, estoy acabado(a)...” Esta idea es básicamente una mentira, pero una mentira que hemos decidido creer. En este sentido, no podemos negar que, en efecto, somos víctima, pero no de las circunstancias sino de nuestros propios pensamientos obsesivos y autodestructivos. Y de pronto, como un oasis en el desierto, podemos encontrar un remanso de tranquilidad en medio de todo el desastre, en medio de toda la tristeza, en el cual, sin saber más a dónde ir, nos quedamos quietos por un momento.

Este “estarse quieto”, como consecuencia de un: “cualquier intento es inútil...” es, en el fundo, terapéutico, ya que ese es justamente el principio que debe ser: acalla tu mente y relájate. Por ahí es donde debemos empezar el cambio. El problema es que para quien está atrapado en su propia devastación, simplemente no puede salir de ahí, de ese pequeño espacio que le da algo de tranquilidad, porque al momento de “moverse”, al momento de tratar de avanzar en su vida, de inmediato se da cuenta (o cae en la cuenta) de toda su incapacidad de poder hacer. Así que, por desgracia, ese estado de tranquilidad no dura mucho tiempo.

Sin duda, la clave del cambio está en nosotros mismos, pero no es fácil encontrarla sin las herramientas de conocimiento y auto-convicción adecuadas. Para encontrar lo grande o profunda que pueda ser su problema, lo invito a llevar a cabo el siguiente ejercicio:

  1. Durante tres semanas, no cuente ninguno de sus problemas a nadie.
  2. Durante tres semanas, no eche la culpa a nadie ni a nada, de su situación.
  3. Durante tres semanas, diga algo respecto a cómo les va mejor a los demás.
  4. Durante tres semanas, participe en actividades que le agraden y coméntelas.

Si puede hacer esas cosas con facilidad relativa, esté seguro que no es una persona auto-compasiva, o no tiene mucho problema con eso. Pero si se le dificulta, o peor aún, le resulta imposible llevarlas a cabo a lo largo de tres semanas, puede que esté padeciendo un problema de retraimiento, lo cual es indicador de que su auto-compasión es parte importante en su vida.

La auto-compasión puede generarse, tal como sucede con la mayoría de problemas de autoestima, en la niñez, cuando se conforman ciertos esquemas mentales negativos que poco a poco echan raíz y se fortalecen con la retroalimentación de otras personas como los padres o allegados. En este esquema, hay una tendencia a agudizar las percepción, de manera que somos más sensibles a aquellos temas y acontecimientos que tocan la “vena frágil” de nuestro ser, y con ello tendemos a confirmar y generalizar nuestras creencias erróneas.

De pronto nos vemos en la situación de que no podemos pensar que somos mejor que otros porque tal y tal cosa lo confirma, y si por alguna razón sucede, nos vemos prestos a creer que aquello no puede durar por mucho tiempo, y que en cualquier momento “vendrá el desastre” o la demostración de que, en efecto: “no podemos ser mejor que otros”. El temor al éxito tiene mucho que ver con este círculo vicioso.

El alimento de autoestima del auto-compasivo es la aprobación ajena. Su satisfacción y alegría momentánea depende de la simpatía y aceptación que genera en los demás. Pero si por alguna razón, alguien no demuestra esa simpatía y aceptación, el auto-compasivo se ve de nuevo sumido en su desgracia y confirma nuevamente su profunda creencia de inutilidad.

En cierto sentido, el auto-compasivo está hambriento de la aceptación ajena y su éxito depende directamente de esta. Y digo hambriento porque su necesidad de aceptación y simpatía nunca se apaga, y lo que le ofrecen los demás nunca parece ser suficiente: “la gente nunca se preocupa lo suficiente por mi”, “nunca se impresiona demasiado por lo que hago o lo que he sufrido”. Por desgracia, el auto-compasivo no se da cuenta de que está derrochando su vida al no esforzarse por nada más que por la simpatía y aceptación.

Todos podemos experimentar en cierto grado este tipo de sentimientos en algún momento de nuestra vida, pero hay personas que conforman su vida alrededor de, y en base a aquello, y es aquí donde empieza la patología y la seria incapacidad de tomar decisiones apropiadas, llevarlas a cabo y sentirse bien por ese simple hecho, más allá de lo que digan los demás. Esto se vive y se siente como un lastre. La persona puede suponer que algo anda mal con ella pero no puede definirlo con precisión. Siente que no cuenta con las herramientas suficientes o adecuadas y se auto-descalifica, osea, “tira la toalla”.

Como se carece de una definición del problema concreto, automáticamente se achacan las dificultades a un defecto personal, como un defecto físico, estatus social, incapacidad mental, o incluso, a otras personas (“los demás son los culpables de mi desgracia...”), etc. Cualquier cosa que justifique y razone la propia incapacidad. Y si no hay nada concreto o visible, se inventa. Así, tenemos el caso de los hipocondríacos, quienes imaginan padecer una enfermedad física y se refugian en ese “padecimiento” para justificar su desgracia e incapacidad.

Cuando la incapacidad es física y tangible, por ej, una ceguera o una mano amputada, ya no sólo existe la idea de incapacidad, sino además un reforzador por parte de otras personas, situación de la que se aprovecha el auto-compasivo para justificar su auto-compasión. Esto se puede observar y comprender mejor en el contraste con personas que no son auto-compasivas, incluso teniendo serias limitaciones. Ejemplo de ello están aquellos que aún incapaces de usar sus manos, hacen arte con sus pies, o incluso escriben libros con los dedos de sus pies; otros que sin tener piernas se dedican a la carrera de maratón empleando aparatos especiales y ganan premios. La tecnología ha dado muchas ventajas a las personas con limitaciones físicas. La ciencia a abierto muchas fronteras frente a enfermedades terminales. Pero lejos de estas ventajas, la peor invalidez que una persona posee es la que su mente establece en contra de sus posibilidades, y de eso, la voluntad y el tesón a lo largo del tiempo son elementos importantes que hacen la diferencia.

Puede que le venga a la mente una horrible verdad durante esas tres semanas que no ande por ahí clamando en busca de simpatía. Una vez que se percate de lo que considera como su defecto, estará en condiciones de no permitir más que siga gobernando su vida.


La manera de lograrlo consiste, en lo posible, actuar como si no tuviera esa desventaja. Porque cada vez que se comporta uno de otra manera, cada vez que actúa como desamparado o insignificante frente a los demás, fortalece su convicción de que hay algo vergonzoso en uno, y que no debe ser mostrado. Al principio será un “como si”, luego puede volverse un hábito. La decisión siempre es personal.